La calma que llega sin avisar

A veces, después del llanto, del nudo en la garganta, del “ya no puedo más”... aparece la calma. No es mágica, no es luminosa, pero es real. Y se siente como un suspiro largo, de esos que vienen desde lo más profundo del pulmón.

Es la calma de dejar de esperar que las cosas sean diferentes. De no tener que explicarme, de no tener que rendir cuentas por lo que siento. Una calma que se instala en los días lentos, en el desayuno sin ruido, en una caminata sin rumbo. En el silencio que ya no incomoda…tanto.

No es resignación. Es descanso.

Es mirarme al espejo y no necesitar corregirme. Es sentarme sola y no sentir que falta alguien o algo. Es no tener respuestas, y por primera vez, no desesperarme por eso.

La calma llegó cuando solté la exigencia de estar bien todo el tiempo. Cuando dejé de correr detrás de las versiones que los demás esperaban de mí. Cuando empecé a hacerle espacio al vacío, y me di cuenta de que ahí también había algo. Algo mío.

A veces pienso que la calma no es el final del camino, sino una compañera silenciosa que aparece cuando dejo de pelear con cada curva. Que no siempre viene con alegría, pero sí con claridad.

Hoy no estoy feliz. Pero estoy tranquila. Y eso, para mí, eso está bien.

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