Volver a casa y sentir más soledad que nunca

Nunca pensé que volver a mi país me haría sentir más sola que cuando vivía afuera. Porque allá, al menos, la soledad tenía sentido. Era nueva. Esperable. Tenía nombre: era extranjera, migrante. Podía justificarla.

Pero acá... acá no. Acá se supone que estoy en casa. Que la gente es “la mía”. Que conozco las calles, los acentos, los olores, los códigos. Y sin embargo, no encajo. Me siento fuera de lugar en mi propio lugar.

Volver es raro. Porque todo está igual… pero yo no. Ya no soy la misma que se fue. He cambiado. He roto cosas por dentro. He arreglado otras otras. Y esa versión nueva mía no encuentra espejo en casi nadie.

Los amigos siguieron sus vidas. Las rutinas son distintas. Las conversaciones no fluyen como antes. Y hay una parte de mí que grita bajito: “¿Dónde estoy? ¿Dónde pertenezco ahora?”

A veces me pregunto si fui yo la que se fue… o si este lugar también me dejó a mí mientras yo estaba lejos. Es como si las piezas no encajaran del todo. Y eso estorba. Porque una vuelve esperando encontrar refugio, pero lo que encuentra es una especie de cámara de eco.

Me siento sola. Pero no en la forma romántica de estar sola y añorar a alguien. Es una soledad que pesa. Que me aprieta el pecho cuando veo a la gente reunida, cuando no tengo a quién llamar para un café, cuando me doy cuenta de que no tengo historia compartida con nadie en esta etapa de mi vida.

Y sin embargo, acá estoy. Tratando de reconstruirme. De encontrarme otra vez. De hacerme un lugar en el lugar que supuestamente era mío.

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